CARA Y CECA DE LA CRISIS MUNDIAL
Por Norberto
Colominas
Las crisis
capitalistas pueden originarse en una guerra, en una catástrofe o en
un colapso de superproducción o, más comúnmente, en el sector financiero.
La economía iraquí,
como antes la vietnamita, la coreana y la argelina fueron llevadas a la ruina
por sus guerras de liberación, ya que ningún país de la periferia está en
condiciones de financiar un enfrentamiento que dure varios años. El caso más
notorio es el de la propia Europa, que en las tres décadas que transcurrieron
entre las dos guerras mundiales perdió la hegemonía capitalista que ostentaba desde la Edad Media.
Por su parte las
catástrofes son siempre una amenaza, ya sean espontáneas (huracanes,
tsunamis,
terremotos) o inducidas (explosiones nucleares, guerras). Esto se vio en
Hiroshima y Nagasaki, ciudades que tras los bombardeos cayeron en una
crisis profunda que llevó décadas superar.
En cuanto a los
colapsos por superproducción, estos ocurren cuando la demanda no pude
consumir todo lo que la oferta produce, y entonces comienza una serie de
reacciones en cadena que termina en quiebras generalizadas y desempleo masivo.
Así se inició la crisis en 1929, resuelta por EEUU con la súper demanda que
provocó la II Guerra
Mundial, y continuada después con el Plan Marshall que posibilitó la
reconstrucción de Europa y aseguró las exportaciones estadounidenses por dos décadas.
Por fin la crisis puede originarse en el sector financiero. Esto ocurre cuando una serie de grandes inversiones
especulativas se desmoronan por falta de pago. Así ocurrió en 1929, con la
feroz especulación bursátil en Wall Street, y en 2008 con la crisis de las
hipotecas sub-prime que afectó a la industria de la construcción en Estados
Unidos. Los bancos tienen ahora una cartera de miles y miles de viviendas
impagas que hoy valen la mitad, es decir que al venderlas no pueden recuperar
lo prestado.
Las crisis del
capitalismo actúan como los incendios forestales. Son enormes hogueras donde se
queman los valores simbólicos, ficticios, puro papel pintado (acciones, títulos, bonos) para devolverle
la supremacía a los capitales físicos, productivos, reales. Al momento de
estallar la crisis, el globo de la especulación había alcanzado los mil
millones de millones de dólares, mil billones, es decir veinte veces el Producto Bruto
Mundial, un despropósito que reclamaba un incendio purificador.
Como la naturaleza,
al ser despojado de sus partes secas o inservibles el capitalismo se renueva y
comienza un nuevo ciclo basado en la supremacía de la producción, el empleo y
el consumo. El sistema tiene una lógica de hierro: sin trabajo no hay
plusvalía; sin plusvalía no hay ganancias y sin ganancias no hay capitalismo. Por
eso, todo lo que atente contra el empleo y el consumo a la corta o a la larga
será removido. Las crisis constituyen la herramienta apropiada para esa remoción.
Dos factores
complican hoy una tradicional salida “keynesiana” de la crisis, es decir que no
basta ya con un fuerte aumento de la inversión estatal para obtener la
recuperación del empleo, las ventas y las ganancias, y por ende el
reinicio del círculo de acumulación del capital.
Uno es el avance de
la tecnología, ya que hoy la producción puede crecer sin que aumente el empleo,
y por ende hace falta más dinero que antes para generar un puesto de trabajo.
Además, los capitales requeridos para reponer los empleos que destruyó la
crisis son hoy muchos mayores que en 1929, ya que aquella población de 4,5 mil
millones de personas devino en esta de 6,5 mil millones. En este rápido
análisis no se puede desconocer que la II Guerra Mundial fue detonada por Alemania,
Italia, Japón (y España), naciones que apelaron al nazismo, al fascismo y
otras variantes del autoritarismo para luchar salvajemente por mayores
porciones del mercado mundial.
El segundo factor
es que la receta keynesiana, consistente en reemplazar la inversión privada
con dineros públicos, fue funcional al capitalismo industrial de 1930 y de post
guerra, pero ya no lo es al capitalismo financiero del siglo 21. No hay
keynesianismo posible sin grandes déficit en los países centrales, pero
EEUU, por ejemplo, ya tiene un gran déficit y al presidente Obama le resulta
cada día más difícil convencer al Congreso para que le apruebe nuevos gastos. En
2009 la Casa Blanca quiso salvar a la Chrysler pero el Capitolio se opuso y la empresa,
un icono de Detroit, paso a manos de la Fiat.
La Unión Europea ha fijado un límite de 3% para el déficit de los estados miembros,
pero el déficit de EEUU no tiene límites, ya que es producto de la supremacía
militar y de la política guerrera. Tras la II Guerra Mundial ese país intervino sucesivamente
en Corea, Vietnam, Afganistán, dos veces en Irak y, entre ambas, en los
Balcanes.
La tecnología bélica
de punta, la industria espacial asociada y grandes inversiones en el área de
Defensa le permiten mantener esa supremacía, que es estratégica, aunque su
costo es descomunal: el 80 por ciento del déficit estadounidense se
generado por el aparato militar-industrial. Por eso no extrañó que, a
poco de asumir, un presidente negro convalidara al frente del Pentágono al
mismo hombre que designara su antecesor blanco. No obstante las promesas
de campaña, Obama resolvió quedarse en Afganistán y nadie sabe cuándo se irá de
Irak. Más allá del color de piel del presidente, en Washington, como en el
viejo Far West, siguen mandando las armas.
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